Siempre que el avión se aproxima a tomar pista en el aeropuerto de la ciudad de México, conmigo a bordo, lo primero que ven mis ojos a través de las ventanillas, son los floridos tendederos de ropa en las azoteas de los edificios aledaños a la terminal aérea. Me da la impresión de que si estiro el brazo lo suficiente, podría alcanzar y descolgar un par de pantalones de mezclilla azul, -con la falta que me hace renovar mi guardarropa-, pienso; esta absurda idea que de cotidiano me asalta, me hace sonreír a menudo...
Quizá no todas las absurdas ideas que despierta esta ciudad tengan esa misma y conveniente capacidad. Sea cómo sea, no es mi costumbre tomar cosas ajenas y menos desde una minúscula ventanilla de avión. Al final siempre me inquieta un poco ese hacinamiento urbano como carta de presentación al viajero-lector que aterriza en esta ciudad-libro. No puedo evitar pensar que una falla técnica o un descuido en cabina podrían poner a parte de mi humanidad colgada en esos mismos andamios domésticos.
Ayer que retorné a esta ciudad, la costumbre me llevó a pensar en esa misma ociosidad recurrente. Al parecer el trafico aéreo era intenso. Después de quince minutos de esperar paciente a las maniobras de rutina y a que se desazolvara el pasillo del ave metálica, procedí a desalojar la nave intentando conservar algun resabio de mi ilusa sonrisa, en una ciudad con más de 15 millones de habitantes siempre habrá alguien dispuesto o predispuesto a atentar contra ella, así que la blinde de "valemadrismo", tomé mi yucateco "bulto" Vs equipaje de mano y caminé con actitud de rockstar hacia la única salida en donde una desangelada sobrecargo nos brindó a su vez y como despedida, una comercial, plástica y laboral sonrisa de "vuele pronto con nosotros nuevamente"...
Al pasar del avión a la sala terminal, me dio la bienvenida un gélido vientecíllo en la cara, como recordándome -esto ya no es Yucatán- caminé por un frío pasillo sin fin, donde, a pesar de ya haberlo recorrido varias veces antes, me volví a perder; casi cómo autómata bajé la misma escalera equivocada de siempre, tropecé con el mismo escalón y al final de la cadena de errores tradicional, llegué triunfal a la salida. A veces nuestros pasos equivocados tienen un sentido tal, que sólo el éxito final los justifica...
La ciudad casi siempre te recibe con su cara más o menos gris e impersonal, la gente y los autos deambulan con un ritmo distinto al resto del país, el pulso se acelera...pareciera incluso que ese determinismo manifiesto es digno de una causa justa y superior. A primera vista ningún visitante primerizo se sorprendería demasiado, quizá disnea, garganta irritada y ojos rojos: la altura sobre el nivel del mar y la contaminación no son una buena combinación...
por otra parte, a gustarte o no, aquí en medio de la explosión demográfica, se puede recuperar, integro, el anonimato, con esa patente de corso se realizan actos deleznables, pero también con ella se puede comer un gaznate y derramar la miel encima de tu blanca camisa sin que incomodas miradas se posen sobre ti, sumado eso al valemadrismo, el riesgo y la ventaja se cocinan en la misma sartén, así que los pies de plomo no avanzan de más, caminando estas calles entrañables y terribles a la vez.
La muy noble y muy leal ciudad de México hace honor a ese lema. Siendo México un estado centralista desde siempre, la ciudad ha fungido desde su fundación como esa madre protectora, abnegada, sacrificada, incomprendida y hasta maltratada por sus propios hijos... asiento del poder económico, administrativo y cultural, polo de desarrollo y por ende de migración, este lugar se ha prodigado hasta donde le ha sido posible para dar abasto las más diversas demandas del resto de un país sumido en lacerantes desigualdades.
Esta urbe fue hasta hace relativo poco tiempo tierra de oportunidades, mucha gente emigraba desde los rincones más recónditos de la nación e incluso desde el extranjero para aprovechar la cosmopolita oferta de un México pujante y moderno... Es obvio que esos tiempos ya no son los actuales, hoy nuestra capital paga el precio de ese centralismo centenario aunado a los vicios de corrupción, crisis económicas y los problemas inherentes a toda gran urbe que crece sin un plan de desarrollo urbano inteligente... Sin embargo hay una grandeza en ella que no se subyuga, una belleza en muchos de sus sitios que no se discute, y un innegable carácter forjado entre telúricas sacudidas, afrentas del poder, carestía galopante, tragedias sociales, resistencia civil, gestas revolucionarias, festividades inexplicables y muchos, muchos años de paciente, y a veces, desesperante espera.
A poca distancia de la terminal esta el acceso al tren subterráneo o metro, me dirijo a él recordando que abajo de esta, está esa otra ciudad con sus propios códigos y reglas, un submundo donde conviven igual suicidas y enamorados (si es que no son lo mismo), intelectuales trasnochados de libro en mano con anarquistas resentidos (no con poca razón) estropeando el mobiliario, vagoneros que lo mismo venden un ungüento antivaricoso y cura todo, que un libro de autoayuda, activistas de izquierda arengando a apáticos viajeros somnolientos; también hay obreros y empleados explotados por el capital, estudiantes con incierto futuro y tristes abusadores frotando su complejo sexual en la primera o incluso el primero que se deje, el elenco se completa con artistas del desempleo, raperos pseudoimprovisadores, carteristas de oficio y de ocasión, embaucadores y viajeros pseudoantropologos sociales entre otros muchos "actores de esta tragicomedia citadina"...
Con esta diversidad de fauna urbana conviviendo hacinada en el reducido espacio de un vagón, no es difícil ser testigo o incluso protagonista de explosivas combinaciones, peleas, flirteos, abusos, acosos, anécdotas curiosas, actos sublimes y banales, tragedias lamentables e incluso el milagro de reveladoras vivencias que cambian cosmovisiones; una de estas perlas filosóficas me sucedió una mañana de invierno, ya avanzada la mitad de la década de los años noventa; yo era entonces un irresponsable estudiante de la carrera de medicina que todas las mañanas (sería mejor decir "madrugadas"), mientras el resto del país dormía, debía cruzar la ciudad enfundado en un albo disfraz de medico blasto, el metro era mi medio de trasporte y sobra decir que mis escasos y ya conocidos vecinos y compañeros de travesía iban siempre más dormidos que despiertos, todos excepto uno.
Sin embargo conocíamos ya el itinerario de cada quien, sabíamos la hora y la estación de subida y bajada del señor de los pasos cansados, o de la señora del ceño fruncido, o el estudiante aquel con mochila morada...y si no nos saludábamos entre nosotros, era quizá por ese recelo citadino que nos induce a desconfiar del resto de la humanidad, activando el campo de fuerza de la indiferencia como moderna armadura social... pero con todo y eso, había un dejo de complicidad y comprensión en algún accidental cruce de miradas, era como decirnos: -con estos 5°c deberíamos estar arropados en cama durmiendo, pero animo, ya calentará el día... y en una de esas: ¡hasta la vida misma se calienta!
Esa mañana subió al vagón, cómo de costumbre, en la misma estación; quizás un poco más tarde porque recuerdo que abordo ya había algunas personas de pie...él era un invidente de edad avanzada, bajo de estatura y con claro aspecto de indigente, su atuendo era viejo, sucio y roto, y a veces llevaba una pequeña bolsa con algún misterio dentro, su barba, que debía ser blanca, reflejaba el gris del camino andado, sombrero roído y pasos lentos... lo que más llamaba mi atención era un pequeño, lanudo, triste y no menos sucio e indigente perro que muy en su espesura también debía ser blanco; el viejo le llevaba a manera de lazarillo, atado a un sucio cordel que hacia las veces de cadena... quizá sería mejor decir que era el minúsculo perro callejero el que llevaba al anciano invidente. Por tal razón, quizá, le permitían la entrada al tren.
Es extraño, pero nunca vi al viejo pidiendo alguna caridad, limosna o ayuda, siempre se acomodaba con su perro en algún rincón del vagón para, trastabillando, bajar religiosamente en la misma estación con su inseparable y peludo compañero de desgracias.
Esa mañana, justo delante de mi, había una pareja de viajeros de edad madura, quizá esposos, el tipo era alto y robusto, hablaba de un modo imperativo, casi violento con la mujer, la cual era más bien pequeña y con actitud sumisa, no recuerdo haber escuchado su voz, sino hasta instantes después. El metro se acercaba a la estación donde el ciego solía bajar, este comenzó a acercarse con pasos inciertos hacia la puerta, en un momento dado el ciego tropezó con el tipo robusto dándole un pequeño y accidental empellón...
la reacción del tipo robusto fue en desmedida iracunda espetando de forma grosera al anciano... todos los testigos nos indignamos por ese abuso de "poder" del prepotente sujeto, que aún viendo el estado de indefensión del viejo, siguió insultándolo ... también el anciano invidente, que hasta ese momento permanecía impávido, se indigno: cuando todos tomábamos partido por el "mas débil" este, sin inmutarse ni decir palabra alguna, saco de su andrajoso saco un pequeño cuchillo que destelló contrastando con lo gris de sus ropas, haciendo el ademan de atacar al fornido agresor... este, acobardado, en el acto, dejo de insultarlo y dio un paso atrás con la lividez de una tez que instantes antes era oscura... Esa cobardía no me sorprendió en un individuo de tal ralea, tampoco me sorprendió demasiado el acto de defensa del viejo, quizá trastornado... lo que sucedió a continuación fue una moraleja.....la revelación de un hecho que yo ya había contemplado de mucho tiempo atrás, una rotunda confirmación filosófica, por si yo aún tenia algún atisbo de duda.
En el momento en que el ataque del viejo parecía inminente y yo, comprometido con mi estatus de medico blasto, ya me veía obligado a intentar conjurar alguna profusa hemorragia de pronostico reservado en la humanidad de cualquiera de los implicados, la mujer sumisa y supuesta esposa del cobarde gritón, que hasta ese momento permanecía en tercer plano, dio dos firmes y decididos pasos al frente colocándose entre el esposo y el puntiagudo artefacto que el ciego aún blandía amenazante, entonces escuche una voz femenina fuerte y no exenta de enojo gritarle al viejo no recuerdo que tantas cosas... tal fue el arrojo y decisión de la mujer defendiendo al marido, mismo que permanecía refugiado y muerto de miedo tras de ella, que el mismo ciego decidió abortar el ataque... ¿que hubiera pasado si el viejo, trastornado, ataca como ya parecía inminente? ¿en quien hubiera tenido yo que practicar mis inexpertos conjuros médicos?.. es obvio que esa mañana aquella mujer estaba dando la vida por un tipo que no valía tres cacahuates y es obvio que ese hecho ocurre con mucho más frecuencia en nuestra vida cotidiana de lo que muchos hombres se atreven a asumir y a aceptar...
Siempre viví en un matriarcado, cuando había problemas de cualquier tipo o magnitud ahí estuvieron disponibles los brazos, consejos y acciones de sabias mujeres. Esa mañana confirmé que en un mundo machista y misógino, es el hombre inseguro y prepotente quien usa la fuerza física porque le teme a ese poder intrínseco de la mujer, un poder que va más allá de lo físico y que trasciende a lo emocional y que muchas mujeres ni saben que poseen o desdeñan dando prioridad al artificial poder del macho...esto es hasta que, un buen día, se dan cuenta de que es en ellas en quien, casi siempre, recae el equilibrio de la fuerza que no radica en los músculos, y que es esta la que a fin de cuentas, establece la cohesión familiar y por ende la social...la humana.
Esta anécdota sucedió hace muchos años, y en todo este tiempo sólo he podido reafirmar esta opinión; pensé en esto mientras mi viaje desde el aeropuerto continuaba... a través de las ventanas de un vagón casi repleto leo en un anden de paso un anuncio que dice algo parecido a esto: "El metro, un espacio democrático e inclusivo" ...cinco pesos es el costo de esa democrática inclusión, digo yo; quizás es uno de los metros más "baratos" del mundo, dicen, el caso es que, aún así, hay gente que difícilmente puede comprar ese espacio democrático sin sacrificar otros bienes de primera necesidad, ya no digamos la cultura que es convenientemente disfrazada de "lujo" por las altas esferas de un poder enquistado. La cultura concientíza y despierta el intelecto: desenquista los abusos del poder publico... Entonces deduzco: la "democracia inclusiva" para el proletariado nacional es mas bien "democracia exclusiva"... Para los pobres la democracia es, al igual que la cultura, un lujo caro, esto para la sana conveniencia de los quistes de poder.
El metro tiene otra peculiaridad menos mundana, pocos se percatan de ella... cuantas veces habrá sucedido que unos ojos vieron partir al ser querido desde un anden? cuantas manos se soltaron en ese mismo anden para no tocarse más, cuantas despedidas? o cuantos encuentros? cuantas parejas de antología tuvieron su primera cita en tal o cual estación, bajo del reloj o hasta adelante del anden, o atrás?... cuantos besos furtivos o primerizos? cuantos comienzos o finales no fueros auspiciados y patrocinados por un boleto del metro.
cuando muy joven solía quedarme un buen rato observando a gente común que deambulaba en los andenes, veía su actitud, su talante e imaginaba sus historias, algunos reían y charlaban alegres, hacían ademanes, gesticulaban, otros con las manos en los bolsillos, más bien taciturnos y solitarios perdían su mirada entre las baldosas, aquellos visiblemente enamorados se besaban, platicaban y reían sustraídos, como en un mundo alterno, unos más esperando con la impaciencia manifiesta que se yo qué o a quien, el resto, impabidos con esa paciencia de quien ya no espera nada, más allá de la llegada de un tren... el metro como un espacio de encuentros y desencuentros... con esa nostalgia gélida de las historias que al iniciar, sabemos bien que tarde o temprano el mismo tren que les trajo, terminará llevándose.
Esto no pretende ser una "guía de viajero" no es pues un manual para moverse en la ciudad, razón por la cual, aunque ya he dejado traslucir algunos, no mencionaré códigos y reglas no escritos para este submundo experimental, la única advertencia precautoria que creo prudente hacer desde este texto a algún incauto e imaginario viajero-lector, es que se aleje de las nostalgias de estación, en cuanto un anden se vuelve entrañable, suele ser demasiado tarde.
Después de instalarme, hacer las salutaciones de rigor, y palear los pequeños estragos, que ya comienzan con el cambio de clima, ambiente y altura, me doy a mi terca tarea gozosa (aunque no exenta de algún riesgo) de caminar, en México hay extraordinarios lugares para ello: Coyoacánn, centro de Tlalpan, bosque del pedregal, Chapultepec, los viveros, el desierto de los leones, San Ángel, parques diversos y por supuesto el centro histórico, un lugar que amerita algo más que un comentario aparte...
Si nuestro hipotético viajero primerizo ha superado el escollo del metro, comenzará ya a sorprenderse... y si igual que yo decidiera caminar, habría que hacer algunas consideraciones...Hay quien califica a esta ciudad cómo Kafkiana, Kafka se desmarcaría, estoy seguro de ello, por tal cuestión no es incongruente decir que el terrible centralismo que tanto daño le ha hecho al "df", también le ha beneficiado enormemente.
el centralismo nos brinda, por ejemplo, el privilegio de la diversidad, en esta ciudad se encuentra de todo, desde un palacio virreinal, (por algo Humboldt o Charles Latrobe le llamaron en su momento la ciudad de los palacios) hasta el más escatológico, lúgubre, insalubre y peligroso rincón... quien asuma el extraño placer de caminarla deberá reinaugurar su capacidad de asombro, tampoco estorba tener proclividad por el deporte extremo...por experiencia yo recomiendo un método básico para comenzar a caminarla: ponga un pie delante del otro, repita regularmente el movimiento, guarde el equilibrio (mental y físico), cuando comience a avanzar deseche prejuicios e ideas preconcebidas, esté atento, con los ojos bien abiertos, con la curiosidad de un niño y con la precaución de un corresponsal de guerra... y créame: no hay mejor método para leer las entrelineas de esta ciudad que caminar desprovisto de prejuicios y fuera de las rutas turísticas, incluso con los riesgos relativos que ello conlleva.
Aún recuerdo mi primer caminata sin el sostén de una mano adulta en esta ciudad, sentí la misma emoción que sin duda debió sentir Neil Armstrong en su primer caminata lunar... fue la mañana en que me escapé del circulo infantil, esa mezcla de asombro, miedo y valor al cruzar mi primer avenida sin ser atropellado me hizo sentir un Marco Polo moderno. Para mi visión infantil caminar esas tres o cuatro calles sin la tutoría de mi abuela era toda una revelación de mis habilidades, y era como descubrir un nuevo mundo; quería llegar a casa para contar pormenores y presumir mi hazaña ...pero sucedió que, llegando a casa, mis ínfulas de osado explorador fueron desinfladas por mi abuela con tres sendos cintarazos; tomado de su mano me vi caminando de regreso al parvulario donde ella discutió airadamente con una institutriz, pocos días después la reja de la escuelita lucia una malla metálica; mis inquietos y precoces dotes de visionario descubridor y caminante, habían sido aplacados... al menos en ese momento... (Mayo, 2013)